Novela y cuento hispanoamericanos




En los años 40 y 50 la literatura hispanoamericana da las primeras muestras de superación de los modelos narrativos que habían dominado el panorama literario de las décadas anteriores. El Regionalismo de los años 20 y 30 (“novelas de la tierra” y “novelas sociales”), más preocupado por la utilidad del mensaje literario que por cuestiones estéticas comenzaba a agotarse. Además, por influencia del surrealismo y del psicoanálisis, surge una nueva concepción de la realidad que ponía en duda la capacidad del hombre para entender el mundo por medio de la observación y la razón. Asimismo, las transformaciones en la vida social (el crecimiento de las ciudades, el mayor acceso a la enseñanza, la mejora de la propia industria editorial) y la influencia que ejercerán los renovadores de la literatura europea y norteamericana (Faulkner, Joyce, Proust, Kafka y Dos Passos, especialmente) favorecerán el nacimiento de la llamada nueva novela.


Esta “nueva novela” (que se consolidará definitivamente en el boom de los años 60) supondrá la aparición, junto a los espacios rurales, del nuevo mundo urbano y la atención de los problemas humanos, junto a los sociales. Del mismo modo, lo local irá dejando paso poco a poco a los temas y símbolos de alcance universal. Aunque la característica que se ha señalado como más definitoria de la nueva tendencia es la incorporación de elementos fantásticos y maravillosos: lo mítico, lo legendario, lo irracional y lo mágico irrumpirán en las historias a través de dos técnicas principales: la poetización de la realidad (ver lo extraordinario que se esconde tras lo cotidiano) y la naturalización narrativa de lo maravilloso (tratar, en el transcurso de la narración, los hechos maravillosos como si fueran normales).

La temática de estas novelas es muy variada, pero destacan en todas ellas dos compromisos: con el ser humano y sus problemas y con la historia convulsa del continente americano. Del primero derivan las novelas existenciales, en las que predomina la soledad, la incomunicación, la pérdida del sentido de la vida, la muerte y los personajes en conflicto con su entorno; en esta línea habría que situar la obra de Onetti (cuyos personajes persiguen, sin alcanzarlo, algo que dé sentido a sus vidas) y de Sábato (quien escribe “para bucear en la condición de hombre”). Del segundo compromiso, derivan las novelas sociales, entre las que destacan las “novelas de dictador”, tendencia iniciada por Miguel Ángel Asturias en El señor Presidente y continuada por otras obras como El otoño del patriarca (Gabriel García Márquez) o Yo, el supremo, de Roa Bastos (mucho más recientemente La fiesta del chivo, publicada en el año 2000, será la contribución de Vargas Llosa a esta saga).

Otros autores reflexionan sobre la historia del continente (civilizaciones precolombinas, colonización, tiranías y guerras de independencia): El siglo de las luces, de Carpentier y La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa, serían dos buenos ejemplos de ello. La metaficción -reflexión sobre el proceso creativo dentro de la obra- es también motivo recurrente; Rayuela de Cortázar es, en este sentido, ejemplo paradigmático, al incluir en los capítulos prescindibles (recordemos que la novela propone dos lecturas posibles, con y sin estos capítulos) las teorías de Cortázar sobre la creación literaria. Por último, habría que señalar el humor (cuyo tratamiento varía desde la sátira mordaz al humor lúdico) y el erotismo (en todas sus dimensiones, más y menos convencionales).

Las innovaciones afectarán, asimismo, al discurso y a las técnicas narrativas. La más evidente es la ruptura de la estructura tradicional de la novela (lo que obliga a prestar una mayor atención a la lectura). Destacaremos la ruptura de la linealidad temporal (prospecciones, retrospecciones, digresiones, historias intercaladas o paralelas), la introducción de un tiempo subjetivo (el de la memoria, el de los sueños, el tiempo psicológico) y la combinación de voces narrativas y puntos de vista diferentes (el narrador omnisciente se sustituye por un narrador protagonista desdoblado, incorporando la voz del subconsciente a través de los sueños, el monólogo interior o la segunda persona autorreflexiva). Otra constante es la preocupación por el lenguaje, por el poder de sugerencia y el ritmo de la prosa. Los autores experimentan con el idioma (neologismos, juegos tipográficos, distorsiones sintácticas o semánticas), rescatan lo coloquial para vivificar el relato (aunque rechazan lo excesivamente local) y en ocasiones, tal es el caso de Carpentier, desembocan en un barroquismo descriptivo (el propio autor declaraba que “América, continente de simbiosis, de mutaciones, de vibraciones, de mestizajes, fue barroca desde siempre”).


Es difícil hacer una cronología exacta de la nueva novela, dada la controversia de los críticos al respecto. Pero suele señalarse a tres autores como aquellos que abrirán el camino de esta nueva narrativa: el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (cuya obra El señor Presidente de 1946 abordaba las injusticias sociales de su país a partir de la figura del dictador), el cubano Alejo Carpentier (renovador temprano desde El reino de este mundo, de 1949, y consagrado a partir de 1953 con su obra Los pasos perdidos, novela que con deslumbrante riqueza lingüística trata de los conflictos entre la cultura indígena y las culturas europeas) y el argentino Jorge Luis Borges, cuyas obras Ficciones (1944) y El Aleph (1949) cuestionaron los límites de la realidad e indagaron, a través de lo extraordinario y lo ilógico, en los enigmas de la existencia. Aunque hay que destacar que, antes del boom de los 60, Juan Carlos Onetti ya había publicado sus primeras novelas (reveladoras del profundo pesimismo del autor), Ernesto Sábato, El túnel (1948) y Juan Rulfo, toda su obra: la colección de cuentos de El llano en llamas y su magistral novela Pedro Páramo, de 1955, en la que a través del viaje de Juan Preciado en busca de su padre (un tal Pedro Páramo), nos habla de una realidad mexicana del caciquismo y la miseria (interpretándola desde lo local) y de la desorientación espiritual del hombre moderno (interpretándola desde lo universal).


La obra de estos primeros autores revelaba tempranamente la existencia de dos tendencias principales en la nueva novela: el realismo mágico de Asturias, Carpentier o Rulfo (líneas que continuarán, posteriormente, Gabriel García Márquez o Vargas Llosa) y el realismo fantástico de Borges (y más tarde Cortázar, maestro incansable de la búsqueda de un “orden más secreto y menos comunicable de las cosas”). Lo que distinguía ambas corrientes es el modo en que se integran los elementos fantásticos y reales en la narración. En la primera, ambos mundos -real y maravilloso- conviven en el discurso narrativo sin extrañeza (lo que provoca encantamiento en el lector); mientras que en la segunda, los dos mundos resultan irreconciliables y la realidad se vuelve incomprensible y caótica, (lo que provoca desazón y terror). Aunque, dado el ingente volumen de obras y autores diferentes entre sí, cualquier clasificación supone una simplificación y no siempre es fácil ubicar los textos en una u otra corriente.


En los años 60 se produce ese fenómeno que se ha llamado el Boom de la novela hispanoamericana. Se trata del período de máximo esplendor de esta narrativa y supone la integración definitiva de lo fantástico y lo real. Como causas explicativas de este boom, además de las señaladas arriba para explicar el cambio de rumbo de la narrativa, hay que añadir una relacionada con el mercado editorial: el respaldo que la nueva novela recibió por parte de las editoriales españolas (Seix-Barral), francesas (Gallimard) y latinoamericanas (la argentina Losada o las mexicanas Siglo XXI y Fondo de Cultura Económica). Algunos autores han señalado, como factor determinante del boom, la coincidencia en pocos años de muchos novelas magistrales: La ciudad y los perros (Vargas Llosa, 1961), El astillero (Onetti, 1961), Sobre héroes y tumbas (Sábato, 1961), El siglo de las luces (Carpentier, 1962), La muerte de Artemio Cruz (Fuente, 1962), Rayuela (Cortázar, 1963), Paradiso (Lezama Lima, 1966), Tres tristes tigres (Cabrera Infante, 1967), Cien años de soledad (García Márquez, 1967) y Conversaciones en la catedral (Vargas Llosa, 1969). Son estas novelas las que despertarán la atención de Europa y el mundo en general hacia la narrativa hispanoamericana; del interés que estas suscitan nacerá el interés por los autores de las décadas anteriores y posteriores del boom.


De todas ellas, quizás sea Cien años de soledad la que ha alcanzado mayor visibilidad internacional (es la obra más leída en castellano después del Quijote). En la novela, García Márquez nos cuenta la historia de la saga de los Buendía a través de siete generaciones y la historia del pueblo de Macondo que, desde su fundación por Arcadio Buendía -patriarca de la estirpe-, estaba condenado a desaparecer en un diluvio de resonancias míticas. La obra, considerada el culmen del realismo mágico, ha recibido varias interpretaciones: algunos críticos la entiende como una metáfora de la condición humana (determinismo, soledad, violencia) y otros, en virtud del paralelismo de la historia de Macondo con la de Hispanoamérica -sus problemas sociales y políticos, el imperialismo, las guerras o la pobreza- como novela de denuncia social.

Con el paso de los años se han hecho numerosos estudios y revisiones de este fenómeno del boom y su onda expansiva. Algunas de estas revisiones señalan el hecho de que el boom fue un movimiento literario exclusivamente masculino y centrado en el género de la novela; apuntan, en este sentido, la discriminación que sufrieron otras formas literarias como la lírica o el teatro, incluso el cuento que se apartaba de los preceptos de moda (el de Virgilio Piñera y Julio Ribeyro, por ejemplo) o la literatura escrita por mujeres. Su visibilidad, en algunos casos, llegará en las décadas siguientes.

A mediados de la década de los 70 se observa en la literatura hispanoamericana un cambio de rumbo que predominará durante los 80. A esta nueva tendencia se la ha llamado mayoritariamente postboom, aunque los autores que la representan prefieren la denominación de “novísima narrativa”. Si la nueva novela nacía vinculada a las esperanzas revolucionarias, esta se vincula a la época de desilusión ante el fracaso de los proyectos democratizadores. Sus protagonistas son los llamados autores novísimos (o boom junior, como prefieren algunos críticos), aunque hay que señalar que de este cambio de orientación en la narrativa participarán, en mayor o menor medida, los autores anteriores que siguen publicando (Vargas Llosa, Fuentes, Donoso o García Márquez). En líneas generales se observa una mayor confianza en la capacidad del ser humano para percibir la realidad y en el lenguaje para contarla; la presencia de vivencias cotidianas; la recuperación del realismo (frente al realismo mágico de la nueva novela) y el auge de la literatura testimonial y de la narrativa femenina (Isabel Allende, Ángeles Mastretta, Elena Poniatovska, Laura Esquivel, Zoe Valdés, Mayra Montero o Marcela Serrano, entre otras muchas).

En cuanto a la temática, destaca la denuncia social, ideológica o política. En este sentido cabe señalar el auge de la literatura testimonial: Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983), de la guatemalteca Rigoberta Menchú, o la narrativa de la mexicana Elena Poniatovska. El exilio interior y exterior fue también motivo inspirador de muchos autores, como es el caso de la argentina Luisa Valenzuela, del cubano Reinaldo Arenas o de algunas obras del uruguayo Mario Benedetti: Primavera con una esquina rota (1982) y Geografías (1984). Destaca asimismo, el aumento de las novelas de tema histórico que pretenden construir un discurso distanciador con respecto a la historiografía oficial: Gringo viejo (1985), de Carlos Fuentes, Noticias del imperio (1987), del mexicano Fernando del Paso o la trilogía Memoria de fuego (1982), del uruguayo Eduardo Galeano ejemplificarían esta tendencia. Otra característica temática novedosa la representa la incorporación en la novela de la cultura popular (el cine, la música, los deportes, la televisión) las drogas y el sexo; el argentino Manuel Puig será pionero de esta tendencia con sus novelas La traición de Rita Hayworth (1968), Boquitas pintadas (1969) o El beso de la mujer araña (1976). La recuperación del tema del amor, el mundo de los sentimientos y el erotismo es representativo tanto de autores nuevos (como es el caso de Isabel Allende o Zoe Valdés) como de alguno consagrado (el final feliz de El amor en los tiempo del cólera, de García Márquez, apunta en esa dirección). Por último hay que señalar la presencia del humor: el humor subversivo y paródico de Severo Sarduy, el humor negro y satírico de Fernando del Paso en Palinuro de México (1977), la ironía del argentino Abel Posse o la caricatura de la sociedad peruana en la obra de Bryce Echenique.

En lo que se refiere a las técnicas narrativas, cabe señalar la convivencia en la narrativa novísima de dos tendencias principales. La primera de ellas está representada por novelas realistas, de fácil lectura, con predominio de la trama, preferencia por la linealidad temporal y ausencia de discursos metaficcionales (es destacable este cambio de rumbo en las novelas de los años 80 de algunos autores del boom). La segunda tendencia, se caracteriza, contrariamente, por la exacerbación de la experimentación, la ausencia de trama argumental, la presencia de metaficción (destaca la parodia de algunos géneros literarios) y una gran preocupación por la elaboración del lenguaje -en la línea de la novela nueva-, lo que la convierte en una literatura para minorías. Representan esta tendencia la obra del cubano Severo Sarduy y la del argentino Salvador Elizondo.

El panorama actual es muy difícil de sintetizar dada la cantidad de países, autores tendencias, unido a la falta de perspectiva histórica suficiente. Hay que señalar que muchos de los autores del boom siguen escribiendo y prácticamente todos los del postboom también; además comienzan a asomarse al panorama narrativo nuevas voces entre las que podemos destacar al argentino Andrés Neuman, al mexicano Jorge Volpi o a la cubana Karla Suárez.










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